Irene llegó a su casa cuando ya había caído la noche, fueron casi dos horas las que le tomó llegar de Chapultepec hasta su casa en «Los cántaros», en Tlajomulco.

Como pudo, metió la llave en la chapa de la puerta de entrada, sintió cierta paz al darse cuenta de que este día no había nadie intentado meterse, tal vez, por ser día de la madre los adictos de la zona se habían tomado el día libre o quizás, cansados de entrar a robar en esa casa, se dieron cuenta que no había nada más que llevarse.

Se sentó en la silla blanca de plástico y se apoyó en la desvencijada mesa que estaba frente a ella. Recordó que no había comido, se puso a hacer café en su vieja parrilla eléctrica y buscó algo con qué acompañarlo.

Iba a escuchar el radio de su celular, pero decidió no hacerlo, seguramente el tema del día de las madres seguiría dominando los anuncios, noticias y plática de locutores; ella no quería, no podía seguir más con esa festividad que impone reunirse, celebrar, gastar… Y ahora, como escuchó a un reportero chaparrito en la marcha, no gastar en electrodomésticos, ni muebles, gastar en cosas más personales para las mujeres que son madres.

Irene tenía 47 años y ya se había dado cuenta de que nunca recibiría un regalo especial el día de las madres, los regalos que recibió cuando «El Chato» estaba chiquito, no eran iguales a los de sus compañeros, su lesión cerebral le afectaba la coordinación de movimientos, los dibujos se veían raros, los trabajos artísticos carecían de forma.

Por su trabajo como obrera, nunca pudo asistir a los festivales de la primaria, el día de la madre, por eso no se dio cuenta que «El Chato» no era tomado en cuenta para bailar desde el segundo grado, ni lo pasaban al frente pues sus disfraces tampoco le ayudaban a participar.

Irene siempre se imaginó lo bonito que sería recibir de manos de su hijo un juego de vasos y jarra, de esos que en algunas tienditas y papelerías venden en sistema de apartado. Nunca lo recibió.

Cuando «El Chato» trabajó en el Soriana de Santa Fe, le compró el mejor regalo de día de la madre que había recibido, un vestido en el que nunca pudo entrar, por ser varias tallas más chico, pero, que Irene agradeció por el esfuerzo que estaba segura le había costado a su hijo, por su bajo sueldo, por los asaltos que había vivido y las ocasiones que se les habían metido a la casa a robar esculcándolo todo.

Hoy recordó el único vicio de «El Chato», la coca cola light, después de salir del SEMEFO sin ninguna novedad y antes de ir a la marcha, llegó a tomarse una coca cola light, como le gustaba a su hijo, siempre light, odiaba ese refresco, odiaba lo que representaba, lo que ocasionó.

Ese domingo hace diez meses, «El Chato» llegó enojado, aventó su mochila, se sentó y se quedó callado, era su reacción cuando se habían burlado de él, cuando las cosas no le habían salido bien, reaccionaba diferente cuando se ponía nervioso, entonces se ponía a reír sin poder parar, sin control.

Después de un buen rato y cuando vio que los frijoles con queso seco ya estaban por servirse, se levantó y dijo que iba por una coca cola light a la tienda.

Cuando «El Chato» salió ese día, llevaba sus tenis desgastados Nike, los mismos que por dos años no había querido tirar porque eran buenos y le quedaban bien, el estado de los dichosos tenis había evitado que se los quitarán cuando lo asaltaban por su casa. Traía su pantalón de mezclilla bueno, ese que apenas tenía un año con él y la playera de su trabajo. Irene recuerda a su hijo salir de su casa por última vez, cansado de trabajar, con el pelo que ya necesitaba un corte, con sus llantitas en la cintura y su «casco» de coca cola light en la mano izquierda.

Esa descripción la ha repetido infinidad de veces, la primera vez ante la patrulla que tres días después de su desaparición, llegó a preguntarle, ¿Qué pasó con su hijo señora?

La han escrito en los reportes de la fiscalía, en las libretas de los policías, en los expedientes de las organizaciones sociales que le ayudan a buscar a «El Chato», se las ha repetido por lo menos una vez a la semana a los del SEMEFO.

A Irene le avisaron a gritos, ¡Irene! ¡Se llevaron al Chato! ¡Se llevaron al Chato!

Irene no entendía qué pasó, ¿A dónde se lo llevaron? ¿Quién? ¿Por qué? ¿Por qué a «El Chato»?

» ‘ire seño, cuando «El Chato» llegó y vio que los de la maña se estaban llevando a don Javi el de la tienda, se puso a reír, ¡se puso a reír! ¡Y se lo treparon a la camioneta también! ¡Lo aventaron como puerco atrás!… perdón doña… lo aventaron bien recio».

Le tomó varios minutos a Irene entender lo que en esa tienda había ocurrido, le tomó tiempo entender porque la gente se le quedaba viendo, le tomó tiempo entender que esa noche no llegaría la policía a buscar a «El Chato», le tomó tiempo entender que la gente no iba a salir esa noche, a recorrer calles buscando a «El Chato».

Regresó a su casa, la encontró vacía, aunque esta vez nadie había entrado a robar, se sintió sola como nunca se había sentido, se sintió tan impotente ante lo que le estaba sucediendo a su hijo que se tiró en el piso, lloró, gritó, golpeó hasta perder la noción del tiempo, hasta que el dolor le invadió tanto que la anestesió. Esa noche Irene empezó a vivir sabiendo que siempre sería madre… pero quizás nunca sabría dónde terminó su hijo